Luis Alberto García / Yuzhno-Sajalinsk, Rusia
*Antón Chéjov describió el infierno helado en un libro memorable.
*Su obra fue censurada por el zarismo, publicada después.
*El progreso no ha llegado al puerto de Alexandrovsk.
*Edificios corporativos de vidrio y acero contrastan con la miseria.
*Un símil a las imbecilidades y desfiguros de Donald Trump.
*La prosperidad llegó al soportar y resistir dos fuertes terremotos.
Hasta antes de que Japón cediera su reclamo a la Unión Soviética por Sajalín, esta masa de tierra rodeada de agua en el extremo oriental de Rusia –que no era tan reclamada como las islas Kuriles, disputadas en un diferendo histórico entre Moscú y Tokyo-, y a la que Antón Chéjov definió en seis palabras, abatido por el dolor que vio en un presidio: “Esta isla es un infierno helado”.
En 1890, Chéjov, escritor, dramaturgo y médico, iniciaba un viaje de casi diez mil kilómetros, desde Moscú hasta la isla de Sajalín, en un durísimo y eterno periplo a través de Siberia a bordo de trenes, barcos y carruajes rústicos tirados por caballos.
Nadie pudo disuadirlo de viajar, ni su familia ni el doctor Mijaíl Gavrílovich, su colega, quien le había diagnosticado síntomas de tuberculosis, enfermedad de la que moriría en Yalta en 1905, y de cuya pluma de ave surgirían cerca de 250 obras, entre cuentos, novelas y piezas teatrales.
Su producción literaria, en buena medida, estuvo dedicada a la descripción de los ambientes rusos en la época prerrevolucionaria de fines del siglo XIX y principios del XX, surgiendo así su deseo de escribir sobre el presidio que la autocracia imperial había construido en esa remota isla del mar de Ojotsk, al Noroeste de Japón.
A los treinta años de edad –había nacido en Moscú en 1860-, Chéjov sabía que ese iba a ser el primer relato en forma de reportaje sobre la otra Rusia y la historia cruel de una prisión; pero lo que ignoraba era que su trabajo, “La isla de Sajalín”, sería censurado por el régimen zarista y tardaría años en publicarse.
Al final del viaje, el autor de “El jardín de los cerezos”, “El tío Vania”, “El oso” y “La estepa”, se referiría a aquel infierno de hielo, añadiendo otra frase de dolor: “Me llevo una impresión penosa y un sabor amargo”.
Tal vez ya percibía, en su fuero íntimo, que no había podido superar otros testimonios carcelarios, en especial “Memorias de la casa muerta”, libro de Fiodor Dostoievski, donde el autor de “Los hermanos Karamazov” relata sus ocho años de trabajos forzados en otra prisión de Siberia.
En esa obra, para evadir la censura zarista, Dostoievski usó el seudónimo de Alexander Goriánchicov, nombre del protagonista de ese desgarrador libro que, como el texto de Antón Chéjov, narra las inhumanas e indignas condiciones de vida en las cárceles.
Los tres meses que Chejov vivió en Sajalín lo hizo en Alexandrovsk, refugio portuario en el Noroeste de la isla, y en ese tiempo centro administrativo en donde, entrado el siglo XXI, todo sigue igual, pues el progreso aún no llega a ese lugar que se asoma al estrecho de Tartaria.
Chejov también escribió sobre Vladimirovka, donde viven coreanos e inmigrantes de Armenia y Kirguistán, lugar cercano a Yuzhno-Sajalinsk, la capital de la isla, poblado donde están las oficinas corporativas de las petroleras transnacionales y los edificios modernos de vidrio y acero que hoy contrastan con la miseria de otros sitios vecinos.
Hay puntos de Siberia y de la costa oriental rusa que despiertan la codicia de otros países –Inglaterra y Estados Unidos, por ejemplo- y Sajalín, el territorio insular más grande de Rusia, en el Pacífico Occidental, es sin duda uno de ellos.
De forma alargada y ligeramente inclinada hacia el Oeste, la isla rusa es vecina de una japonesa, Hokkaido, algo mayor, separada por el estrecho de La Pérouse, cruzado en ocasiones por pescadores que venden de manera ilegal sus productos, para sobrevivir relativamente mejor que el resto de sus compatriotas.
La dinastía Ming, la penúltima en reinar en China, envió mil soldados a Sajalín en 1616 y luego fue la última, la Manchú, la que reclamó y la dominó, mientras Japón y Rusia intentaban colonizarla sin éxito; pero entre idas y vueltas, en el siglo XVIII los tres países se adjudicaron su soberanía.
En esa época los rusos explotaron la caza de focas, la pesca, las minas de carbón y construyeron templos de su iglesia ortodoxa y el presidio sobre el que escribió Antón Chéjov, que ya no existe al ser demolido en los primeros años de la Revolución bolchevique, hacia 1919.
Luego de la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial en agosto de 1945, la Unión Soviética se quedó con la isla y el país bombardeado por Estados Unidos para poner fin al imperio nipón, éste tuvo que reconocer la soberanía rusa.
Sin embargo, el gobierno de Tokyo aún sostiene que no todo está dicho: en sus mapas, Sajalín figura como “tierra de nadie”, y en la década de 1990 Japón propuso a Rusia comprarle la isla; pero los jerarcas del Kremlin no accedieron, en un episodio similar al que protagonizaron el reino de Dinamarca y el gobierno de Estados Unidos.
A mediados de 2019, en una más de sus imbecilidades, desfiguros y sueños locos, Donald Trump reveló sus ganas de adquirir Groenlandia, la mayor isla de la Tierra, sin encontrar más que una rotunda negativa desde Copenhague, que en breves y concisas palabras ridiculizó aún más a quien tiene tanto pelo en el copete y tan pocas ideas en el cerebro.
Sajalín soportó y resistió dos terremotos intensos -en 1995 y en 2007- cuando la prosperidad empezó a llegar a principios del siglo XXI con las prospecciones para la explotación de gas y petróleo, y con la llegada de turistas japoneses que viajan a conocer la isla que alguna vez les perteneció y siguen ambicionado; pero la añoranza sigue vigente.
No hay que perder de vista que, evidentemente, existe lo que antes fue una posibilidad y ahora es una realidad: bajo las tierras y aguas de Sajalín hay los recursos energéticos que han movido al mundo, además de oro y diamantes que ya desataron indeseadas rivalidades entre vecinos cercanos y lejanos.
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