MIGUEL ÁNGEL FERRER
Hasta una mirada somera a la situación en Cataluña revela que el gobierno español nada hace ni quiere hacer por resolver el tremendo problema que representa gobernar a un pueblo que no quiere ser gobernado por una potencia extranjera.
Nada hace y nada quiere hacer más allá de repartir palos e injustas y largas penas de prisión a los que se atreven a levantar la cabeza exigiendo su derecho a la libre autodeterminación.
Reconociendo que había un problema, así haya sido a regañadientes y con Franco ya desaparecido, anteriores gobiernos españoles aceptaron conceder un cierto grado de autonomía, es decir, de autodeterminación, a la nación catalana. Y extendieron esa concesión a otras naciones ibéricas: País Vasco, Galicia, País Valenciano, Andalucía y otras.
Era un principio de solución. Sin embargo, y como es obvio, el proceso debía continuar con un aumento, paulatino pero constante de ese grado de autonomía, hasta llegar en un futuro aún indeterminado a la formación de un Estado federal de carácter multinacional y multicultural.
Esa solución no era fácil, pero tampoco imposible. Las naciones europeas, con mayores diferencias entre sí que las que pueden y puedan observarse en la historia y en el presente de España, lo consiguieron sin palos, sin sangre y sin cárceles. Sólo acudiendo al viejo, conocido y eficaz método del diálogo y la negociación.
Y, naturalmente, con el factor imprescindible de la voluntad de resolver el problema. Pero ni Felipe de Borbón ni Pedro Sánchez muestran un ápice de esa voluntad. Y no sólo eso, sino que van dando muestras de retroceso. Como lo es la amenaza de la monarquía de reducir a cero la autonomía ya lograda por la nación catalana. Y eso quiere decir que el problema se agravará.
Se entiende que a Felipe no le importe gran cosa. A él nadie puede quitarle el sustancioso hueso que la familia Borbón viene royendo hace siglos. Pero al presidente del gobierno español podría importarle un poquitín, pues el asunto catalán es un problema para la propia subsistencia de la muy endeble administración sanchista.
Ahora mismo Cataluña está en ebullición. Y no parece que cárceles, palos y otras represalias del más puro corte franquista vayan a lograr algún apaciguamiento. Pero aunque lo consiguieran el problema seguiría presente.
La solución está a la vista, aunque la ceguera colonial vele el panorama: más y mayor autonomía, más y mejor diálogo, más y mejores programas de mutuas concesiones. Finalmente más política y menos franquismo.
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MIGUEL ÁNGEL FERRER
Hasta una mirada somera a la situación en Cataluña revela que el gobierno español nada hace ni quiere hacer por resolver el tremendo problema que representa gobernar a un pueblo que no quiere ser gobernado por una potencia extranjera.
Nada hace y nada quiere hacer más allá de repartir palos e injustas y largas penas de prisión a los que se atreven a levantar la cabeza exigiendo su derecho a la libre autodeterminación.
Reconociendo que había un problema, así haya sido a regañadientes y con Franco ya desaparecido, anteriores gobiernos españoles aceptaron conceder un cierto grado de autonomía, es decir, de autodeterminación, a la nación catalana. Y extendieron esa concesión a otras naciones ibéricas: País Vasco, Galicia, País Valenciano, Andalucía y otras.
Era un principio de solución. Sin embargo, y como es obvio, el proceso debía continuar con un aumento, paulatino pero constante de ese grado de autonomía, hasta llegar en un futuro aún indeterminado a la formación de un Estado federal de carácter multinacional y multicultural.
Esa solución no era fácil, pero tampoco imposible. Las naciones europeas, con mayores diferencias entre sí que las que pueden y puedan observarse en la historia y en el presente de España, lo consiguieron sin palos, sin sangre y sin cárceles. Sólo acudiendo al viejo, conocido y eficaz método del diálogo y la negociación.
Y, naturalmente, con el factor imprescindible de la voluntad de resolver el problema. Pero ni Felipe de Borbón ni Pedro Sánchez muestran un ápice de esa voluntad. Y no sólo eso, sino que van dando muestras de retroceso. Como lo es la amenaza de la monarquía de reducir a cero la autonomía ya lograda por la nación catalana. Y eso quiere decir que el problema se agravará.
Se entiende que a Felipe no le importe gran cosa. A él nadie puede quitarle el sustancioso hueso que la familia Borbón viene royendo hace siglos. Pero al presidente del gobierno español podría importarle un poquitín, pues el asunto catalán es un problema para la propia subsistencia de la muy endeble administración sanchista.
Ahora mismo Cataluña está en ebullición. Y no parece que cárceles, palos y otras represalias del más puro corte franquista vayan a lograr algún apaciguamiento. Pero aunque lo consiguieran el problema seguiría presente.
La solución está a la vista, aunque la ceguera colonial vele el panorama: más y mayor autonomía, más y mejor diálogo, más y mejores programas de mutuas concesiones. Finalmente más política y menos franquismo.
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