BOGOTÁ, COLOMBIA.- En 1955, el año en que viajó a Italia para cubrir la XVI Muestra Internacional de Arte Cinematográfico de Venecia, Gabriel García Márquez llegó a Roma con la esperanza de aprender a hacer cine. Entonces era un profundo admirador del neorrealismo italiano, especialmente del trabajo narrativo de Cesare Zavattini, cuyos guiones para las películas Ladrones de bicicletas (1948), Milagro en Milán (1951) y Umberto D (1952) lo habían deslumbrado cuando se desempeñó como crítico de cine en el periódico colombiano El Espectador.
Para formalizar su interés en la pantalla grande, García Márquez se matriculó en un curso de dirección cine en el Centro Sperimentale di Cinematografia. Fue una absoluta decepción, pues esperaba que las clases allí se centraran en el guion y no en otros aspectos de la industria ni abstracciones bizantinas que consideró inútiles para el oficio. “Lo que yo quería era que me enseñasen cómo se escribía un guion, y de eso nunca se trataba”, le dijo a un periodista de Cuadernos para el Diálogo en marzo de 1969. “Teníamos una clase a las ocho de la mañana de filosofía cinematográfica, era una serie de incongruencias, no se aprendía nada”.
Pese a esta desilusión, su presencia en los círculos cinematográficos de la capital italiana le sirvió para ver, a lo lejos, a Cesare Zavattini, uno de sus genios tutelares al momento de contar historias. Allí también conoció a Fernando Birri, que logró hacerse amigo de Zavattini y trabajó como ayudante para Vittorio de Sica en la película El techo (1956).
A García Márquez le gustaba el enfoque humano con que Zavattini planteaba sus argumentos, especialmente los contrastes entre ricos y pobres, acentuados por la ruina que cayó sobre Italia durante la posguerra. Esta visión, que los críticos etiquetaron como neorrealista, era perfecta para narrar la realidad de América Latina. Al menos así lo creía García Márquez. Cuentos como “En este pueblo no hay ladrones” o novelas como El coronel no tiene quien le escriba deben mucho la perspectiva con la que Zavattini observó el mundo.
En el Centro Gabo de la Fundación Gabo hemos seleccionado cuatro apuntes de Gabriel García Márquez sobre su guionista preferido, Cesare Zavattini. Los compartimos contigo:
1. Zavattini para latinoamericanos
La gran revelación del cine fue para mí el neorrealismo italiano, especialmente el guionista Zavattini. Él creó un cine que era barato, sentimental y muy simple, pero muy buen cine. Esa fórmula, siempre me ha parecido, es la gran fórmula para América Latina.
“Me aburre escribir guiones”. Variety, marzo de 1996.
2. El guionista de toda una generación
Después de la Segunda Guerra Mundial, los escritores de cine vivieron su cuarto de hora con la aparición en primer plano del guionista Cesare Zavattini, un italiano imaginativo y con un corazón de alcachofa, que le infundió al cine de su época un soplo de humanidad sin precedentes. El director que realizó sus mejores argumentos fue Vittorio de Sica, su gran amigo, y estaban tan identificados que no era fácil saber dónde terminaba uno y dónde empezaba el otro. Fueron ellos las dos estrellas mayores del neorrealismo, en cuyo cielo había otras tan radiantes como Roberto Rossellini. Juntos hicieron Ladrones de bicicletas, Milagro en Milán, Humberto D y otras inolvidables. Se hablaba entonces de las películas de Zavattini como se habla de las películas de Bertolucci: como si aquél fuera el director. En la práctica, fueron muy pocas las películas italianas de aquellos tiempos cuyos guiones no pasaron por el rastrillo purificador de Zavattini, quien aparecía siempre en el último lugar de los créditos sólo porque éstos eran dados por orden alfabético. Su fecundidad era tal que, dicen quienes lo conocían en ese tiempo, tenía un archivador enorme atiborrado de argumentos sintéticos en tarjetas. Los productores, siempre escasos de temas, acudían a él desesperados. En alguna ocasión, uno de ellos le pidió con urgencia una historia de amor, y Zavattini le preguntó muy en serio: “¿La quiere sin perrito o con perrito?”. Toda una generación fanática del cine se fue a estudiar en el Centro Experimental de Cinematografía, en Roma, con la esperanza de que fuera Zavattini quien lo enseñara.
“La penumbra del escritor de cine”. El País, noviembre de 1982.
3. Zavattini y los almuerzos de los pobres
Para entender el neorrealismo italiano, para saber que Cesare Zavattini es uno de los hombres grandes de este siglo, hay que ver un almuerzo de los pobres de Venecia, un domingo en los transversales del Lido. Debajo de los árboles enormes, abres un mantel remendado y luego un paquete con dos libras de macarrones fríos, un pedazo de pan y un litro de vino. En torno al mantel está la típica familia italiana: el padre, gordo y peludo, y la madre, gorda y dictatorial, con nueve niños y un perro. En Italia, como en América, impera el matriarcado. El padre no les pega a los niñitos: les suelta una palabrota, mientras se atraganta de vino y macarrones. La madre, en cambio, que es la última que come, con el perro, les suelta a los niños cada pescozón, como esos que sólo se pueden ver en las buenas películas italianas.
“Un tremendo drama de ricos y pobres”. El Espectador, septiembre de 1955.
4. La humanización de la fantasía
Totó el bueno, la novela de donde ha sido extraído Milagro en Milán, tenía por escenario una ciudad imaginaria, en la cual la fantasía del autor disfrutaba de entera libertad. Una ciudad sobrenatural llamada Bamba. César Zavattini, el autor de la novela, y Vittorio de Sica, al adaptarla al cine, prefirieron situar la acción en una ciudad real, Milán, en donde los pobres son absolutamente pobres y los ricos fabulosamente ricos. El compromiso con el público fue entonces más difícil de cumplir, pues se trataba de humanizar la fantasía, de hacer pasar la fábula por el filtro del crudo realismo italiano, sin que aquella perdiera su encanto ni perdiera este su elevada temperatura humana. En Ladrones de bicicletas hay un episodio tan fantástico como el de las escobas en Milagro en Milán: el de la adivina, que Ricci visita para averiguar el paradero de su bicicleta, y cuyo vaticinio («la encontrarás hoy o no la encontrarás nunca») se cumple exactamente en el film. Sin embargo, aquel episodio fantástico fue fusionado de manera tan sabia con los elementos de la realidad, que su esencia sobrenatural pasó inadvertida.
“Milagro en Milán”. En “El cine en Bogotá. Estrenos de la semana”. El Espectador, abril de 1954.
AM.MX/fm