Por David S. Celin
¡Está temblando!, quizás haya sido la expresión más nombrada aquel 19 de septiembre. A las 13:14 horas, un sismo de magnitud 7.1 cambió la vida de una ciudad, de un país… mi propia vida.
Ese martes no era un día común. Horas antes se había realizado un simulacro en recuerdo al terremoto de 1985, un siniestro que arrebató la vida a más de 10 mil personas. ¿Quién iba a pensar que una situación parecida se iba a repetir, pero 32 años después?
No sonó la alarma a tiempo, fue el agresivo movimiento el que hizo reaccionar a miles de capitalinos. Lo reafirmó el crujir de los edificios, los vidrios desquebrajarse. Cuadros cayendo. Gritos desesperados. Llanto. Miedo. Muerte.
Ese día me quedé sin celular: “bonito día para estar sin móvil. ¿Cómo estarán?, ¿dónde les habrá agarrado el temblor?”, me dije.
Todos, aunque sabían que no entrarían sus llamadas, estaban tratando de localizar a sus familiares, sus padres, hermanos, parejas o hijos. En cambio, yo solo podía ver rostros temerosos, otros llorosos, y unos más -aunque pocos- sonrientes (aunque no sé si por nervios).
Trato de hablar a casa desde el celular de una compañera del trabajo. Como era de suponerse, no entra. Vuelvo a marcar, sigue sin respuesta. Agradezco el gesto, no hay nada más que hacer que tratar de estar tranquilo y consciente. “De nada sirve que me ponga mal”, suelo pensar cuando algo malo pasa, como en esta ocasión.
Ya había perdido de vista a Francisco. Entonces busco a mi otro compañero, a Rodolfo. Está a lado mío, en la famosa Paseo de la Reforma. Comienza a mandar mensajes vía WhatsApp. Muchos hacen lo mismo, en cambio yo sigo viéndolos, sin imaginar el costo de aquel movimiento.
Pasan los minutos. Sin reloj y sin celular, no supe cuánto tiempo esperamos para regresar a la redacción, en el tercer piso de un edificio de la colonia Juárez. Aunque fue algo estúpido, quería regresar para comenzar a tratar de contactar a mi familia.
“Mi sobrino ya estaba en casa. De seguro está abrazado a su mamá. Mi madre, como en el sismo del 7 de septiembre, quizás se puso a rezar”, traté de tranquilizarme. Minutos después pensé en mi otra sobrina, “esa Lucerito de seguro ya iba camino a su escuela, ¿dónde le habrá agarrado?”.
En lo que trato de localizar a mi familia, recibo un correo electrónico a mi pareja: “¿Cómo estás? Estoy bien. Sólo el susto”. Tratamos de ponernos de acuerdo para vernos. Luego de muchos mensajes, decidimos que cada quien regresaría a su casa por su cuenta. Pero que estaríamos en constante comunicación.
Se publica la poca información sobre el sismo. “Se registra sismo de 7.1”, titulo la nota. Hay pocos datos, seguían ajustando la magnitud. Pero minutos después surgen los primeros reportes de derrumbes, registros audiovisuales del terremoto: Xochimilco y sus canales, Gabriel Mancera… poco a poco se va mostrando la destrucción.
Casi una hora después, o un poco más, pude hablar con mi hermana. “Todos estamos bien, solo que no hemos contactado a Lucero. Ella iba a la escuela. Puedes llamarle”, me comenta. Le platico que no tengo celular, por eso no había podido contactarlos antes.
Me tranquilizo. “Todos están bien”, me repito para creerlo y luego procedo a comunicarme con mi sobrina. “Estoy bien, solo que no hay metro. Me iré caminando a Zapata para ahí tomar el camión”, me dice por mensaje de Facebook.
Luego de tres horas, decidimos que es hora de regresar cada quien a casa. Tendremos que caminar, y sigo incomunicado. Solo espero que no haya réplica, sino quien sabe qué historia contaría.