NUEVA YORK.- En este ensayo publicado en The New Yorker, Joshua Rothman explora un tema que atraviesa nuestra vida cotidiana: la forma en que los algoritmos —y ahora la inteligencia artificial generativa— están cambiando no solo qué consumimos, sino también cómo entendemos la cultura.
El punto de partida es familiar: esa rutina matinal en la que, casi sin darnos cuenta, pasamos de una red social a un video recomendado y terminamos atrapados en un flujo inagotable de contenidos. Ese es el sello de la “vida algorítmica”: una existencia marcada por estímulos constantes, en la que ya no queda espacio vacío, porque cada minuto puede llenarse con algo que una máquina eligió para nosotros.
Rothman advierte que el salto cualitativo llegó con la IA generativa. Si antes los algoritmos seleccionaban qué ver o leer, ahora directamente producen los textos, imágenes, canciones o voces que encontramos online. Esto ha dado lugar a lo que muchos llaman la “teoría del internet muerto”: gran parte de los contenidos ya no son creados por personas, sino generados o alterados por máquinas.
De allí la sensación creciente de uniformidad, repetición y pérdida de autenticidad en la red. A medida que la IA se vuelve capaz de generar podcasts, videos o relatos personalizados, la cultura podría fragmentarse en experiencias individuales y efímeras, hechas a medida para cada usuario, sin un marco comunitario que les dé sentido.
Rothman recoge testimonios de creadores que utilizan IA como medio de expresión —como el colectivo “AI OR DIE”, que produce sketches surrealistas con herramientas de video generativo—, pero también voces críticas como la de Jaron Lanier, pionero de la realidad virtual. Lanier advierte que, si el futuro cultural se organiza en torno a hubs de IA que fabrican experiencias personalizadas, corremos el riesgo de perder la noción misma de “contenido” compartido. En su lugar, viviríamos en burbujas de estímulos diseñados para cada uno, en una especie de sociedad ilusoria donde lo colectivo se diluye en simulacros.
En el fondo, el ensayo plantea una pregunta central: ¿qué lugar queda para la cultura humana en un ecosistema donde la producción infinita y automatizada amenaza con ahogar la creatividad, la autenticidad y la experiencia compartida? La respuesta de Rothman es ambivalente: tal vez la abundancia de artefactos generados por IA termine revalorizando lo humano, lo imperfecto, lo único. Pero también exige una vigilancia crítica, porque la tentación de delegar nuestras historias y experiencias en sistemas automáticos es cada vez más fuerte.
Aquí aparece un eco claro con la advertencia de Mustafa Suleyman. Mientras él alertaba sobre el peligro de atribuir humanidad a las máquinas y caer en una “psicosis digital”, Rothman muestra cómo ya estamos inmersos en una dinámica parecida: interactuamos con IA que imitan la conversación, consumimos música o imágenes que parecen creadas por artistas, y corremos el riesgo de confundir la ilusión con la experiencia real. Ambos coinciden en que el problema no es solo técnico, sino cultural: lo que está en juego es nuestra capacidad de distinguir, valorar y preservar lo que realmente nos conecta como humanos
AM.MX/fm