MADRID, ESPAÑA.- La CIA manipuló su argumento en su película de 1954 para que la obra no vertiera su ácida sátira sobre el bando capitalista durante la Guerra Fría. En Rusia, no pudo leerse hasta la caída de la URSS en 1991. Actualmente, los neoliberales seguidores de Trump, Milei o Bolsonaro la tienen por una novela que critica a la izquierda y cualquier tipo de intervención estatal, olvidando pertinentemente que su autor era un confeso socialista. Y, por su parte, algunos sectores de la izquierda rehúyen cualquier mención a la novela, ignorando que el propósito de George Orwell fue evitar que el socialismo cayese en los vicios totalitarios propios del fascismo contra el que él mismo había combatido.
De acuerdo con Adrián Masa de Vega, para rtve, la lista de galardonados con el Premio Nobel de Literatura es extensa, pero el autor de Rebelión en la granja —publicada en 1945— no está entre ellos. Él, cuyo nombre real era Eric Blair, forma parte de un grupo de escritores mucho más reducido. Junto con Dante, Maquiavelo o Kafka, Orwell ha conseguido que su nombre devenga en adjetivo, una distinción digna de unos pocos que ven su obra formar parte, no solo de la historia de la literatura, sino del propio lenguaje.
Cuando tu nombre se ha convertido en adjetivo, corres el riesgo de que el lenguaje –un organismo vivo y en permanente cambio- termine por desvirtuar todo lo que tratabas de defender. Entrar en ese distinguido club consigue separar el vocablo de la obra, de tal manera que, para usar el adjetivo “orwelliano”, no es necesario conocer el contenido ni el enfoque de las obras de George Orwell, a riesgo -ya que los muertos son incapaces de protestar- de que su significado termine no teniendo nada que ver con lo que intentaba enseñarnos.
“En el Imperio mañoso nunca se debe confiar”
Eric Arthur Blair nació en 1903 en Motihari, la India británica. Hijo de un administrador del gobierno colonial y de una mujer de ascendencia francesa nacida en Birmania, el joven que se convertiría en George Orwell tuvo un contacto muy temprano con las figuras del opresor y el oprimido. De hecho, con solo 19 años algo le invitaba a volver a su continente natal. Decidió unirse a la Policía Imperial India en Birmania.
De estos cinco años sirviendo al Imperio Británico, solo le quedó un profundo sentimiento antiimperialista y la idea central de su primera novela, Los días de Birmania. Orwell fue profesor de escuela, indigente y hasta librero. Vivió en París, en Londres y terminó encontrando un trabajo como reportero social en el que se afianzaría su mentalidad de izquierdas. En 1936, contrajo matrimonio, pero entendió que el destino le tenía reservada una cita en España para “matar fascistas porque alguien debe hacerlo”.
Al contrario que otros muchos voluntarios antifascistas venidos de toda Europa, Orwell no se alistó en las Brigadas Internacionales, sino que formó parte de las milicias del POUM, que se oponía al estalinismo incipiente del Partido Comunista. Aunque reconoció que, de haber conocido en profundidad los matices ideológicos de España, se habría unido a las filas de la CNT. La experiencia en la Guerra Civil fue determinante en la visión del mundo del escritor británico.
Orwell recibió un disparo en el cuello en Huesca que casi nos deja sin sus novelas más importantes. Más tarde, ya en Inglaterra, declaró: “Cada renglón que he escrito en serio desde 1936 ha sido escrito, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor de un socialismo democrático tal y como yo lo entiendo”, contradiciendo parte de la visión popular en torno a su figura.
Estos dos importantes periodos de su vida -como policía imperial y como miliciano antifascista- dejaron importantes huellas en su ideología y en su labor como periodista y escritor. O quizás, más que huellas, se trate -como afirma Jesús Carrasco en su prólogo a la edición de la editorial Destino- de la inoculación de dos vacunas: contra el imperialismo en Birmania y contra el totalitarismo en España. Parecía tener claro, como Silvio Rodríguez en su “Tonada del albedrío”, que “en el Imperio mañoso nunca se debe confiar”.
“Ningún intelectual debe ser asalariado del pensamiento oficial”
George Orwell denuncia, en un breve texto titulado “La libertad de prensa” que se incluye a modo de introducción en Rebelión en la granja, la existencia de una censura voluntaria por parte de los intelectuales de toda orientación política en el Reino Unido. De sobra es conocido el contenido fuertemente anti-estalinista de su fábula de animales, pero no lo es tanto que hasta cuatro editoriales -una de ellas con la responsabilidad de T. S. Elliot- rechazaron la obra porque no resultaba conveniente.
En aquel entonces, todavía en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, la alianza entre el Reino Unido y la URSS era muy relevante estratégicamente. De hecho, en un ejemplo de cinismo característicamente británico, uno de los editores le manifestó a Orwell que quizás “resultaría menos ofensiva si la casta dominante en la fábula no fuesen los cerdos. […] ofenderá sin duda a mucha gente, y en particular a cualquiera que sea un poco susceptible, como sin duda son los rusos”.
En realidad, parece que los más susceptibles eran los propios intelectuales ingleses que, en palabras del autor de 1984, consideraban que “Stalin es sacrosanto y ciertos aspectos de su política no pueden discutirse seriamente”. La posición geopolítica del Imperio británico limitaba, aun sin imponerla, la opinión de la mayor parte de sus escritores y periodistas que, quizás con un excesivo concepto de sí mismos, se mostraban timoratos sospechando que sus obras tenían el suficiente impacto como para resquebrajar esa alianza internacional.
En ese sentido, la obra de Orwell representaba una impertinencia que no vería la luz hasta el fin del conflicto. Pero el escritor, profético como siempre, lanzó una advertencia en su columna del Tribune: “recuerden que la deshonestidad y la cobardía siempre se pagan”. Volviendo a la canción de Rodríguez, Orwell parecía ser muy consciente de que “ningún intelectual debe ser asalariado del pensamiento oficial”, aunque lo más grave en este caso sea que esa censura era totalmente voluntaria.
Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo
Al final, la mordaz fábula de George Orwell fue publicada en 1945 y, en sus primeras páginas, nos situamos en la Granja Manor que, como todas las granjas, vive bajo un régimen de explotación de los animales por parte de la raza humana. En la noche que da inicio a la trama, el señor Jones, propietario de la granja y claro trasunto del zar Nicolás II, se va a dormir con una contundente borrachera de cerveza, de esas que te dejan semiinconsciente apenas rozas la almohada.
Mientras el gran opresor de los animales se limitaba a lo que coloquialmente viene llamándose “pasar el pedo”, en el granero principal se desarrollaba una importante reunión. El Viejo Mayor, el berraco más importante de la granja, se dispone a dar un inspirado discurso a raíz de un sueño que tuvo el día anterior. El moribundo gorrino -en el que es fácilmente reconocible Vladimir Lenin- sostiene que los animales deben “¡Trabajar noche y día, con cuerpo y alma, para derrocar a la raza humana!”, responsable de su explotación y miseria.
Tras la muerte de Lenin… digo, del Viejo Mayor, los cerdos más destacados de la granja comienzan a prepararse ante el horizonte de una posible rebelión. Quienes más destacan son dos: Bola de nieve (Snowball), orador pulcrísimo, ingenioso estratega y gran teórico; y Napoleón, feroz e imponente berraco. En la noche de San Juan, sin apenas premeditación, el olvido del señor Jones de dar de comer a los animales fue fatal y despertó una revolución que acabó con los humanos expulsados de la granja.
Desde ese mismo momento, los cerdos -los animales más inteligentes de la granja, a diferencia de lo que pensaban los editores británicos- tomaron el poder. Entre sus primeras medidas, establecieron que la granja pasaría a llamarse Granja Animal y escribieron, “con cierta dificultad (porque no es fácil para un cerdo mantener el equilibrio sobre una escalera)”, los siete mandamientos del “animalismo” sobre la pared del granero:
1. Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo.
2. Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tenga alas, es un amigo.
3. Ningún animal usará ropa.
4. Ningún animal dormirá en una cama.
5. Ningún animal beberá alcohol.
6. Ningún animal matará a otro animal.
7. Todos los animales son iguales.
“Al buen revolucionario solo lo mueve el amor”
Si bien es cierto que no se presenta a sí mismo como un líder indiscutible, Bola de nieve suele llevar la voz cantante en las asambleas que los animales realizan los domingos. Por su parte, Napoleón se limita a no traer ninguna propuesta y a oponerse con rotundidad a cualquiera de las que presenta su compañero. Bola de nieve -sospechosamente parecido a León Trotski- es reconocible en el verso de la canción de Silvio Rodríguez que reza: “al buen revolucionario solo lo mueve el amor”.
Con el cariño y la solidaridad que solo se manifiestan en el compromiso con la causa común, Bola de nieve se dedica a instruirse con los viejos libros encontrados en la casa de Jones. De esas lecturas, nace la idea de construir un gran molino que sirva para procesar cereales y nutrir de energía eléctrica a la granja, dándoles a los animales luz en la noche y agua caliente. Tras meses de planificación, lleva su proyecto a la reunión dominical para que todos puedan tener voz y voto.
Cuando Bola de nieve terminó su discurso, Napoleón se levantó y “emitió un chillido agudo y estridente como nunca se le había oído articular” para que, acto seguido, 9 enormes perros se lanzasen en persecución homicida contra su rival político que, por muy poco, consiguió escapar de la granja y salvar la vida. Tras el revuelo, Napoleón comunicó a los animales que, a partir de ese momento, quedaban abolidas las reuniones y que las decisiones las tomaría un grupo de cerdos presidido por él mismo.
El régimen de Napoleón
A partir de esa jornada, la Granja Animal pasó a deberle absoluta pleitesía a su líder supremo, Napoleón. Se estableció un régimen dictatorial justificado por las explicaciones del cerdo Squealer, el más hábil con las palabras. Según él, Napoleón, es decir, Stalin: “Estaría muy contento de dejarles tomar sus propias determinaciones. Pero algunas veces podrían ustedes adoptar decisiones equivocadas, camaradas”.
“podrían ustedes adoptar decisiones equivocadas, camaradas“
La primera resolución que toma el “líder compañero Napoleón” es construir el molino, arguyendo que, en realidad, había sido idea suya desde el inicio. Durante dos años, los animales deberán trabajar de sol a sol con escasas raciones de alimentos para hacer realidad este proyecto. Todo hasta que, tras una noche de lluvias y fuertes vientos, al amanecer encuentran el molino totalmente destruido. La información proporcionada por los cerdos es clara: se trata de un sabotaje perpetrado por Bola de nieve.
Una de las características fundamentales del gobierno de Napoleón fue su capacidad para aprovecharse de los animales más ingenuos y que no sabían leer. Así, la propaganda de Squealer es capaz incluso de hacerles dudar de sus propios recuerdos. Mientras todos habían sido testigos de la valentía y el heroísmo de Bola de nieve en el enfrentamiento con los humanos, llegaron a creer que, en realidad, había conspirado en contra de los animales y Napoleón -que ni siquiera se había presentado a la batalla- consiguió impedirlo.
Aunque la mayor habilidad fue la de ir cambiando poco a poco los mandamientos fundacionales del “animalismo”. Cuando los cerdos comienzan a utilizar la casa de Jones como residencia, el cuarto mandamiento sufre una modificación: “Ningún animal dormirá en una cama con sábanas”. La propaganda napoleónica sostendrá que las leyes eran así desde un principio.
También lo harán con el quinto, cuando los cerdos se aficionen a la cerveza: “Ningún animal beberá alcohol en exceso”. Pero, sin duda, el más grave -y más cercano a la realidad velada tras la fábula- es la modificación del sexto. Tras los supuestos sabotajes de Bola de nieve y con la finalidad de acallar las posibles críticas ante la escasez de alimentos, varios animales comienzan a confesar su complicidad con la conspiración del exiliado, siendo ejecutados en el momento por los perros de Napoleón. “Ningún animal matará a otro animal sin motivo”, comenzará a decir la inscripción en el granero.
“el aire estaba impregnado con el olor de la sangre, olor que era desconocido desde la expulsión de Jones“
Qué poco se habla del pobre Bóxer
Durante la lectura de este libro, nos mantenemos permanentemente al acecho de los paralelismos trazados por George Orwell. Así, sabemos que Jones es Nicolás II, el Viejo Mayor Lenin, Stalin es Napoleón, Bola de nieve Trotski y los perros la policía secreta. Pero solemos pasar de largo sobre la figura de Bóxer, un esforzadísimo caballo que amaba a Bola de nieve, pero que entiende que su deber es servir a Napoleón pues, al estar al frente de la rebelión, “siempre tiene la razón”.
El caballo Bóxer encarna el papel de la clase trabajadora soviética durante el régimen estalinista. Una clase obrera fundamental para el triunfo de la rebelión que arriesgó lo poco que tenía para poder conquistar la tan ansiada libertad. Poco a poco, con la metamorfosis de la revolución, los obreros encarnados por Bóxer son testigos, apenas sin advertirlo, de “la descomposición moral de una utopía”, como sostiene el prologuista Jesús Carrasco.
El testimonio de la laboriosa vida del caballo Bóxer -que, en el caso de muchos lectores, termina por ser ignorado- consigue demostrar la advertencia de absoluta actualidad que Orwell enviaba directamente a los editores e, indirectamente, a todo aquel que le leyese: “Esta gente no entiende que, si se favorecen los métodos totalitarios, llegará un día en que se utilizarán contra ella y no por ella”.
Rebelión en la granja muestra que, si se naturalizan y justifican los métodos antidemocráticos de imposición, se corre el riesgo de que se cronifiquen; si se permite el atropello de los principios fundamentales en nombre de un supuesto bienestar, los abusos no tardarán mucho en volverse cotidianos e indiscriminados.
El valor de las palabras
Si algo nos presenta esta obra de George Orwell, es la poderosa -y potencialmente peligrosa- ambivalencia del lenguaje. Las palabras pueden servir para dar testimonio, para mostrar la realidad y desenmascarar las mentiras. Pueden servir para defender esa libertad que, según Orwell, de significar algo, “es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír”.
Pero las palabras también sirven para llevar a cabo macabros juegos de ilusiones. Sirven para llamar Granja Animal a lo que antes simplemente se llamaba Granja Manor. Sirven para, con un simple cambio de vocablo, transformar por completo nuestra percepción sobre aquello que permanece siendo tal y como era. Sirven, también, para trastocar los principios más elementales y allí es precisamente donde recae su mayor peligro.
Entender Rebelión en la granja como una crítica al comunismo es simplemente falso; hacerlo como una fábula contra el estalinismo es parcial e inexacto. Lo más conveniente sería interpretarla como un alegato en contra del totalitarismo en cualquiera de sus formas. Un totalitarismo persistente que sigue amenazando sociedades a casi un siglo de distancia, que se manifiesta masacrando pueblos, manipulando la información y transigiendo con los preceptos más fundamentales de la convivencia.
Un totalitarismo del siglo XXI que últimamente, en palabras de Jesús Carrasco, se ha atrevido a lo que ni a Stalin se le ocurrió que es “la transformación de la tierra de los vencidos en resorts turísticos con campos de golf y hoteles”. Quizás -sin sostener ningún tipo de bandera- la píldora más potente que deje la lectura de Rebelión en la granja en su 80 aniversario, sea la invitación a no terminar atascados bajo la última máxima del gobierno del berraco Napoleón:
“Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros“
AM.MX/fm